EN EL FUNERAL DE Robustiana
Is 1, 10.16-20
Mt 23, 1-12
HOMILÍA
Hermanos: cuando cada vez somos menos practicantes y acudimos a la iglesia casi por compromiso, lo que menos esperamos es oír palabras de condena, o de reproche, y lo que esperamos es que se nos acoja y se nos enjuguen las lágrimas...
Pero no olvidemos que la Cuaresma es el tiempo en el que más fuertemente escuchamos la llamada a la conversión y, por tanto, se denuncia nuestro pecado, nuestra maldad, con mayor fuerza e insistencia. Pues, a decir verdad, nuestra vida sin Dios no se tiene.
Hay una cosa que no debemos olvidar: en profeta en el Antiguo Testamento, al denunciar y condenar las actitudes perversas e injustas del pueblo de Dios y de sus dirigentes, incluso con amenazas de grandes castigos, una y otra vez recuerda la misericordia de Dios, y que lo que él espera es la conversión del pecador, de su pueblo, de sus hijos, para que puedan salvarse.
Esto es mucho más patente en la enseñanza y en la vida de Jesús, que nos pide que nos dirijamos a Dios con confianza, llamándole ¡Padre! —al único que debemos llamarle así.
Así, pues, no debe asustarnos el que la Liturgia, y en ella el cura, o la Iglesia, nos inviten a la conversión, aunque su vida —¡cuántas veces!— no nos sirva de ejemplo a seguir, e incluso todo lo contrario. No nos quedemos solamente, aunque también, con las palabras de Jesús en el evangelio que hemos proclamado hoy; «haced lo que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen». No olvidemos que Dios se sirve de nosotros, que somos pecadores, para estimular la vida de sus hijos. Por tanto, estimulémonos mutuamente; no nos anulemos echándonos mutuamente en cara que no seamos totalmente fieles...
Prestemos oído al salmo con el que hemos orado tras escuchar las duras palabras del profeta, que denuncia la vida superficialmente religiosa; que nuestras oraciones, nuestros sacrificios y privaciones, no sean pura fórmula o práctica externa; que indiquen la conversión que se va operando en nosotros y que nos lleva a abrir los ojos ante realidades de crucificados de nuestro tiempo y lugar; que sean realidades en las que oigamos la voz de Dios que nos llama a la solidaridad con el sufriente, pasando por la propia privación, el abandono de seguridades y comodidades, para ir consiguiendo una cada vez mayor humanidad y justicia entre los hombres.
Dios no nos deja indiferentes, ni nos permite la comodidad. Dios nos espabila de nuestro letargo, de nuestra indiferencia, de nuestra rutina; no acepta nuestro culto vacío, ni las privaciones que nos impongamos —como lujo— a nosotros mismos; nos quiere al lado del que sufre, del rechazado, del pequeño o marginado, del que no cuenta para nadie ni para nada.
Acercarse a un Dios así puede molestar, si lo que se busca es comodidad. Pero encontrarse con un Dios así hace vivir la vida como merece la pena ser vivida: como un regalo recibido que llega a su plenitud en la entrega. Lo vemos en Jesús, que trata de corregir malentendidos. Hagamos nuestras sus palabras, y sigamos su ejemplo de vida, seguros de que participando en su vida y en su muerte, también gozaremos de su resurrección. Como le pedimos que lo haga ya nuestra hermana en la fe Robustiana.
Agradezcamos, pues, a Dios el que, en torno al cadáver de Robustiana, y al orar por ella, ofreciendo toda su vida, hayamos podido escuchar la palabra de Dios que nos estimula, aunque a veces nos resulte incómoda. Y pidamos que nuestra hermana Robustiana participe de la resurrección y que nosotros podamos ser fieles a la palabra escuchada y a los tiempos que nos toca vivir.