2007/10/09

LUNES DE LA 27º SEMANA /I



Jon 1, 1—2, 1.11
Lc 10, 25-37

HOMILÍA

Hermanos: todos somos conscientes de las dificultades que encontramos en nuestros días para sentirnos miembros de una colectividad que expresa sus relaciones con Dios constituida en asamblea, mediante unos ritos y unos determinados signos.

Pero hay momentos en que necesitamos hacerlo, aunque sea sin demasiado convencimiento, o incluso manifestando nuestra no aceptación. La muerte de un familiar, de un ser querido, puede ser uno de esos momentos.

Nos resistimos a aceptar la muerte, aunque ésta se nos impone. Luchamos contra ella, aunque en más de una ocasión la vemos necesaria para poner fin a una enfermedad insoportable o a un sufrimiento atroz..., y no podemos menos de elevar nuestra mirada y nuestra mente a Dios, si no en busca de respuesta o explicación, sí a modo de queja o, en no pocos casos, a modo de agradecimiento.

Más o menos convencidos de lo que creemos, y con más o menos adhesión a lo que colectivamente expresamos en estos ritos, presentamos a nuestros hermanos difuntos (hoy a Victoriano y a Julita) a nuestro Padre Dios.

Queremos agradecerle los días que han vivido, y todo lo que han supuesto para sus más allegados y sus más queridos. Y tal vez también elevarle nuestras quejas por la incomprensión que nos envuelve. Pero puede que nazca en nuestro interior, si somos capaces de hacer silencio en él y de escucharle a Dios, una cierta necesidad de abandonarnos confiadamente en él, sabiendo que es él la medida de todo y la plenitud que encuentran nuestras limitaciones todas.

Hay quien, a lo Jonás, se resistirán a ello, a pesar de las evidencias. Hay quien se quedará en la vaciedad de los cumplimientos o en el tópico de que lo importante es hacer el bien sin mirar a quién.

Pero quien sea capaz de sumergirse en el silencio de su interior y de entablar un diálogo sincero con ese Cristo resucitado en quien Dios nos habla, podrá descubrir el inmenso valor de una vida que no puede ser abarcada por los extremos del nacimiento y la muerte, sino que, como  obra de Dios, no puede tener otro origen y meta que Dios mismo.

Es él quien ha depositado en nosotros la semilla del amor que nos lleva a aceptarnos y a servirnos como hermanos. Y, reconocerlo, nos hace confiar plenamente en él, más allá de nuestras infidelidades, claudicaciones, dudas y desvaríos.

Que el estar unidos en el mismo dolor y en el mismo acto de agradecimiento a Dios por estas dos vidas que le presentamos (la de Victoriano y la de Julita) nos lleve a amarle de todo corazón y a expresar ese amor a él en el amor y el servicio al semejante.

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