EN LOS FUNERALES DE "N."
HOMILÍA
Hermanos: si contemplamos la muerte con ojos de fe no nos resultará difícil toparnos con Dios, autor de la vida y plenificador de la misma. Pero todos somos conscientes de que cada vez nos resulta más difícil acercarnos a la realidad diaria con ojos de fe, llegando incluso a admitir como paso fatal la muerte. Ante ella, en muchos casos, no somos capaces más que de guardar silencio. Admitimos la muerte de la persona mayor como ley de vida, decimos; y la de una persona madura, o joven o niño, como fatalidad. ¿Es preferible prescindir de la fe, de Dios como punto de referencia, y sumirnos en la oscuridad de la no fe?
Quienes tenemos la oportunidad de escuchar la palabra de Dios en torno a nuestra hermana Marcela, podemos establecer un diálogo confiado con nuestro Padre/Madre Dios. Claro que, para ello, hace falta asumir la propia precariedad y esperar todo de él. Pero fijémonos en la primera lectura que hemos hecho. En breves trazos se nos ha descrito la dificultad que encuentra el hombre/la mujer para asumir su propia naturaleza; se rebela queriendo transcenderla, y esa rebelión se vuelve contra él/ella. Hay cosas que el hombre/la mujer aún son incapaces de asumirlas. La Escritura nos presenta ese debate interno que sufre el hombre/la mujer en la figura de la Serpiente, como recurso literario; y ¿qué le ha pasado al hombre/la mujer en el momento en que pretende rebelarse contra su Creador? ¡Se avergüenza de sí mismo y es incapaz de afrontar las responsabilidades que ello le acarrea: se cubre, se esconde... En su pretensión de hacerse con la llave del bien y del mal sucumbe al querer prescindir de Dios.
¿Quiere Dios que nos mantengamos en la ignorancia? ¿Nos quiere eternamente niños? Es lo que muchos podrán echarnos en cara. Pero, si nos acercamos al evangelio, descubriremos en la acción de Jesús que Dios desea que sepamos escuchar y hablar y seamos capaces de asumir nuestras responsabilidades, a pesar de nuestros defectos, nuestras limitaciones o incluso rebeliones. Hemos visto a Jesús expulsando el mal, la enfermedad, todo aquello que esclaviza al hombre, como deseo expreso de Dios.
Pero, incomprensiblemente, parece como si nos rebeláramos contra el bien, que no quisiéramos admitir indicaciones: tampoco el sordomudo sigue las indicaciones de Jesús de no decírselo a nadie, y pondera a voz en grito que todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
¿Verdad que cada cual deseamos conducir nuestra vida a nuestra manera, cada cual a la suya propia? ¿Y nos va bien? ¿Podríamos aprender de Adán y Eva y del sordomudo del evangelio que acabamos de leer? Fijémonos para ello en Jesús: él escucha al Padre, habla en su nombre y hace realidad su voluntad curando a los enfermos y expulsando demonios.
Seguro que estamos convencidos de que ése es el camino que nos gustaría recorrer. Pero al mismo tiempo sentimos que más de una vez nos apartamos de él o nos cuesta enormemente recorrerlo. ¿No necesitaríamos frecuentar el evangelio, la oración, la celebración, para poder mantenernos en vilo y animarnos mutuamente? Tengamos por seguro que Jesús nos precede en ese caminar, va por delante expulsando demonios; que podemos seguirle, y que una vida así es provechosa y agradable a Dios, quien, en última instancias nos acogerá en su seno, como a hijos e hijas suyos, como hoy lo hace con nuestra hermana en la fe Marcela.
En torno a ella, pidamos que abra nuestros oídos para que sepamos escucharle, y suelte nuestra lengua para que podamos alabarle en todo momento.
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