En el funeral de...
Hch 3, 11-26; Lc 24, 35-48
Hermanos: ¡qué hermosa la oportunidad que se nos brinda desde la Liturgia al acompañar a nuestros hermanos difuntos José y Mercedes! No son demasiadas las oportunidades que se nos brindan de escuchar la Palabra de Dios y de renovar nuestros deseos de conversión, porque vivimos casi, casi, de espaldas a Dios, en una ignorancia que nos impide disfrutar de su amor y de su perdón. Pero, en este momento, abrámonos a su gracia. Dios no es un aguafiestas, aunque la muerte a una edad más bien joven, nos indique lo contrario; Dios no nos castiga, aunque muchas veces hayamos oído que lo hace (y tal vez eso nos aleja de él); y menos puede condenarnos por toda la eternidad a no ser que nos empeñemos en ello, porque sería un fracaso inaceptable. Aprovechemos, pues, la oportunidad que se nos brinda de abrirnos a su gracia.
Al presentar ante la misericordia de Dios a nuestros hermanos difuntos N. y N. , podemos agradecerle los años de vida que les ha concedido, y todo el bien que han podido hacer; y podemos también implorar de su misericordia el perdón de los pecados que hayan podido cometer.
Pero no olvidemos que también nosotros somos visitados por esa gracia de Dios en estos momentos. Nos lo ha recordado la primera lectura: ante la curación realizada en un paralítico, la gente se arremolina, y el apóstol Pedro aprovecha la oportunidad que se le brinda de catequizar, de anunciar a Jesucristo; no son ellos, los apóstoles Pedro y Juan, quienes han obrado la curación en el paralítico, sino Dios a través de su Hijo Jesús a quien invocaron.
Y lo que exige un acontecimiento de este tipo es un corazón agradecido y arrepentido. ¿Verdad que son dos actitudes que hoy nos cuestan demasiado, porque ponen en evidencia nuestras miserias de egoísmos, ansias de poder, búsqueda de placer, desentendimiento del que sufre, etc., etc.?
Porque no sabemos reconocernos como pecadores, necesitados de Dios, nos defendemos con acusaciones contra la Iglesia poderosa y opresora, o que se mete en política, o contra los de comunión diaria que no son de fiar, y otras superficialidades. ¿No sería mejor reconocer nuestra ignorancia, máxime cuando se nos brinda la oportunidad de superarla? Ya sé que lo hicisteis por ignorancia, igual que vuestros jefes —les decía Pedro a aquellos judíos, invitándoles después al arrepentimiento y la conversión.
La conversión que propone Pedro no es otra que la aceptación de Jesucristo como aquél en quien Dios nos lo dice todo y nos lo da todo; él es la cabeza del cuerpo que conformamos, como Iglesia, todos los bautizados en él. Lo cual nos obliga a no separarnos unos de otros, a no desmembrarnos, y a creer que lo que Dios ha obrado en su Hijo, que es la cabeza de este cuerpo, lo llevará a cabo también en cada uno de los miembros, en el momento final al que llamamos la segunda venida, la definitividad.
El evangelio nos ha brindado las pautas para poder vivir y celebrar nuestra fe. Los discípulos que se desgajaban del grupo tienen un encuentro con el Resucitado y hoy los vemos, en la primera parte del evangelio proclamado, integrados en la comunidad, dando testimonio de lo que les ha sucedido. En la segunda parte del mismo nos damos cuenta de las dificultades que entraña la fe en Jesús, creer en la resurrección. ¡Qué pronto decimos que somos creyentes!, haciendo gala incluso de no ser practicantes. Sin embargo, ¡qué profunda experiencia de Cristo resucitado se necesita para creer verdaderamente en él! Es preciso sentarse a su mesa, vivir su palabra, dar testimonio de esta experiencia, para poder disfrutar de ese Dios que se nos ha presentado en la humanidad de Jesús de Nazaret.
Hoy es fácil rechazarlo, incluso defender tal rechazo con argumentos que ridiculizan la fe de los mayores o la actuación de los que se dicen practicantes. Pero ahí sigue la invitación de Dios a la que los judíos respondieron con la crucifixión, y nosotros podemos responder con el desinterés, o con el interés superficial de quienes se arremolinaban ante el acontecimiento de la curación del paralítico. O, escuchando la invitación de Pedro, podemos reconocer nuestra ignorancia, pedir la gracia de la conversión y tomar parte en la vida de esta comunidad que, a pesar de sus defectos, hace presente a Jesús resucitado cada vez que celebra la Eucaristía.
Hoy se nos brinda una nueva oportunidad; pero Dios no obliga a nadie, perdona a todos, sufre por los indiferentes y sigue derramando su amor sobre todos sus hijos, esperando que un día lleguemos a gozar de él, como confesamos que ya lo hacen nuestros hermanos N. y N.
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