En el FUNERAL de ...
Hch 2, 14.22-32
Mt 28, 8-15
Hermanos: en una iglesia desbordante, jubilosa, festiva, porque la celebración de la Pascua la desborda, nos acercamos, compungidos, a presentar a Dios a nuestro hermano difunto N.; pero, al mismo tiempo, presentamos el dolor de su familia, de sus amistades y el vacío que deja su ausencia. Y nos preguntamos: ¿merece la pena?, ¿sirve para algo?, ¿no sería mejor rumiar en el silencio de la soledad el vacío que deja su ausencia y regarlo con lágrimas?
En estas circunstancias, hermanos, ¡qué poco valen las palabras!, y ¡cuántas veces!, produce en el efecto contrario al pretendido; ¿sería preferible callar?
Fijémonos en la perícopa del evangelio que hemos proclamado: las mujeres que van al sepulcro nos manifiestan el dolor de la separación, de la ausencia, y cómo nos resistimos a que la muerte nos pueda, nos arranque a nuestro ser querido... Somos capaces de retenerlo incluso muerto.
Pero también se nos está indicando que, ante la muerte, caben posicionamientos distintos: uno es el que muestran los guardias que custodian la tumba y el infundio urdido por los jefes de los sacerdotes; el otro es el que el Resucitado muestra a las mujeres que acudieron ala tumba y la encontraron vacía.
Los jefes de los sacerdotes dan el siguiente encargo a los guardias: «decid que han robado su cuerpo». El encargo del Resucitado, por el contrario, es otro: «decid a los discípulos que vayan a Galilea; allí me verán». El Resucitado nos hace asumir nuestra realidad entera, desde el principio, desde Galilea, y nos hará vivir la verdad, que es liberadora, salvadora. no aceptar la verdad supondrá vivir oprimidos por la mentira.
La muerte es un hecho que se nos impone, y, a veces, con toda su crudeza, antes de lo que esperamos, o antes de hacernos a la idea; y, por más que nos lo propongamos, jamás estamos preparados para asumirla.
Podemos cerrar los ojos, o rebelarnos, o echar la culpa a terceros. O. por el contrario, podemos dejarnos iluminar por el acontecimiento de la resurrección que proclamamos en la fe, y confesar que "la muerte es la puerta que se abre a la vida definitiva".
¡No! Claro que la fe no llena el vacío de una ausencia, ni arregla nada que la muerte haya truncado. Pero proclamar la resurrección puede hacernos valorar la vida misma, como un regalo recibido de Dios y que él la corona. Puede ayudarnos a entender que no somos los señores y dueños de la misma, sino los administradores, y que Dios sabe cuándo le pone la corona, cuándo nos llama a cada uno/a a descansar de las fatigas y a disfrutar por toda la eternidad de su amor y de su misericordia.
Por tanto, si podemos acudir a Dios con un corazón agradecido, aunque rotos por el dolor, podemos agradecerle, en este caso, los años que ha vivido N. y lo que ha sido para su familia y amistades; y podemos también pedir para él el perdón de todos sus pecados y la vida eterna en el seno del Padre Dios; y, para nosotros, que seamos unos administradores fieles y esperanzados de este gran regalo de la vida del que somos depositarios.
Y podemos hacerlo sin miedos ni temores, ni constreñidos por el peso de nuestras infidelidades, errores o pecados, pues por encima de todos ellos está la misericordia que nuestro Padre amoroso derrama sobre todos sus hijos.
Por eso es importante verbalizar, proclamar, el gran acontecimiento de la Pascua, como hemos visto que lo hacían los primeros discípulos ante las autoridades religiosas y todo el pueblo: Dios ha resucitado de entre los muertos a Jesús, a quien vosotros colgasteis del madero, porque la corrupción no tiene poder sobre él.
Ésta es la verdad central de nuestra fe, la verdad que movió la vida de aquellos discípulos, y puede mover la nuestra... Que el dolor no constriña nuestro corazón agradecido a Dios, y las lágrimas no nos impidan ver al resucitado, que nos envía a proclamar la Buena Nueva: el Padre, que nos ama, nos hará disfrutar de su amor.
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