2007/04/24

Martes de la tercera semana de Pascua

El el funeral de…

Hch 7, 51—8, 1a
Sal 30
Jn 6, 30-35

Hermanos:  El tiempo pascual nos hace vivir y agradecer la alegría de la victoria de la Vida sobre la Muerte, del Amor sobre el Odio; pero no por ello es capaz de enjugar las lágrimas que se derraman en la pérdida de un familiar querido, como en el caso de hoy por Mª Begoña. Pero vivir con fe un acontecimiento luctuoso nos ayuda a ir asumiendo las distintas circunstancias que se dan en nuestra vida. Acudamos, pues, a las lecturas proclamadas para aprender a agradecer a Dios el don de la vida y a ponernos a su disposición como modo de hacer realidad ese agradecimiento. Es la experiencia de fe, de encuentro con Jesús, lo que nos ayuda a ello.

En las lecturas proclamadas nos hemos encontrado con gente que se relaciona con Dios tanto culturalmente como individualmente; son religiosos. Sin embargo, en el primer caso, su religiosidad les lleva a lapidar a un hombre, y en el segundo a entender la religiosidad como modo de poner a Dios al servicio o a merced de sus necesidades o caprichos: «danos siempre de ese pan».

Esteban da testimonio de la resurrección de Jesús de Nazaret: Dios ha obrado en él este milagro: lo ha colocado a su diestra dándole así reconocimiento de que su vida le ha sido grata. Ello exaspera a los judíos que, en nombre de Dios, lo han condenado a morir en la Cruz.

En el evangelio se nos describen las dificultades que encuentran los primeros discípulos de Jesús para liberarse de las ataduras de la Sinagoga. Exigen a Jesús un signo que lo autorice ante Dios frente a Moisés. Pero, aunque lo haga, no será reconocido. Jesús no da cosas; se da a sí mismo y, al hacerlo, exige a quien lo recibe que haga lo mismo. Y lo hará con una vida de testimonio.

Es eso lo que hemos visto en la primera lectura: el testimonio de Esteban; un testimonio que no quieren aceptarlo sus paisanos y que acabará con su vida.

Podemos preguntarnos: ¿para qué es la vida? La vida la hemos recibido; es un regalo; no somos dueños de ella; nos corresponde agradecérsela a quien nos la ha regalado.

Al agradecer hoy la vida vivida por nuestra hermana (Mª Begoña), aprovechemos la oportunidad que se nos brinda de acercarnos a lo que Dios quiere que sea la nuestra.

En su Hijo Jesús se nos da como alimento que tratamos de hacerlo realidad en cada Eucaristía: aprendamos a escuchar su palabra y a alimentarnos de su pan. Dejémonos conducir por su fuerza, que hará de nosotros testigos de Jesús que se entrega como alimento incluso hasta la muerte. Pero estemos seguros de que esa muerte, la de una vida entregada, no puede quedarse sin respuesta de Dios, que es la resurrección y la plenitud en su presencia.

En nuestro dolor por la pérdida de una madre, de un familiar, sepamos agradecer a Dios el gran regalo de la vida, pidiéndole que sea él quien enjugue nuestras lágrimas y llene el vacío que deja el ser querido que él acoge en su presencia.


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